“¿¡Así que fuiste tú!?”, me preguntó
con fingido disgusto mi ahora buen amigo Peter. Ahora pasábamos largas horas
charlando, a veces hasta altas horas de la madrugada, compartíamos el humor y
las cervezas, y yo había llegado a la conclusión de que todo lo que tenía de
feo lo tenía de divertido. Suele ser una ley universal, pero lo que no
imaginaba es que la fealdad y la gracia eran directamente proporcionales…
Hacía unos años, no recuerdo cuántos, probablemente más de quince, yo había hecho que pasara la noche en el calabozo. Seguramente ni la primera ni la última noche. Por aquel entonces yo apenas tendría unos ocho años y, además, esto lo puedo asegurar, le tenía mucho miedo. Él y sus hermanos eran como una leyenda en el barrio, eran tan malucos… Parecían malucos porque, en realidad, no lo eran tanto.
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Llevábamos ya varios días observando
aquel Mini. Pasábamos al lado y entre nosotras murmurábamos: “No se ha movido”.
Pasaban los días y el Mini seguía sin moverse. Pasaron dos semanas y, por fin,
concluimos: “Está abandonado”. ¡Bien, un nuevo vehículo para explorar! ¡Con el
tiempo que hacía que no encontrábamos uno! Pasamos una vez por su lado, dos
veces, tres veces… hasta que llegamos a la conclusión de que nadie nos
observaba. Con disimulo, acerqué mi mano a la manilla de la puerta del copiloto
y tiré. ¡Yay, estaba abierto! Pero no estábamos preparadas para lo que íbamos a
encontrar. Allí, en el suelo del coche, sobre la alfombrilla del lado del
copiloto, unas calaveras nos miraban con ojos vacíos. Nos quedamos paralizadas
y fascinadas a la vez. Al lado de los insulsos jerséis o carpetas que acostumbrábamos
a encontrar, aquello era como descubrir El Dorado de los coches abandonados.
Seguimos abriendo puertas, asustadas
pero compulsivamente, no había forma de parar. Cada puerta que abríamos nos revelada
otra monstruosa visión: otra bolsa de basura llena de calaveras. En el sitio del
piloto, en los asientos de atrás… más calaveras. Pero cuando abrimos el
maletero, la visión nos dejó por un momento paralizadas: cuatro sacos de basura
llenos de calaveras… Nos impactó una cabecita todavía con unos pelitos rubios y
un moñito rosado. Cerré le maletero, agarré a mi hermana de la mano y, juntas,
echamos a correr. No recuerdo muy bien qué hicimos después, pero en algún punto
decidimos que debíamos decírselo a nuestros padres. ¡Habíamos descubierto el
auto de los horrores!
Aquella noche la plaza se iluminó de
azul, las luces de la policía iluminaban todo. Nuestra vecina, la más cool, la que siempre estaba presente
cuando algo interesante sucedía en el barrio, hablaba con la policía. Les
contaba cómo había descubierto las calaveras, cómo se había asustado, lo
consternada que estaba… Nosotras, en nuestra habitación, con la persiana apenas
levantada unos centímetros, atisbábamos temerosas de que la policía nos viera
y, por pura deducción sherlock-holmesiana, supiera que habíamos sino nosotras
quienes habíamos encontrado las calaveras, y no la vecina. Era lo único que
importaba en ese momento: evitar el interrogatorio de la policía. Pero la
curiosidad podía más que nosotras, así que espiábamos por la rendija.
De repente, aparecieron unos
muchachos y se entregaron. Eran los hermanos Calatrava, todo el barrio los
conocía así. Eran tan malucos… La policía se los llevó esposados, esa noche
dormirían en el calabozo.
“Debo confesar algo, Peter. ¿Te
acuerdas de las calaveras de la Plaza de los Soldados? Bueno… pues mi hermana y yo las
encontramos”.
¿¡Así que fuiste tú!? Esa noche
habíamos ido a Polloe y estábamos tomando unas cervezas, contando historias de
miedo, de muertos y de fantasmas. Estaban haciendo unas reformas en el
cementerio, así que habían removido varias tumbas y habían apilado los huesos
en la huesera. En algún momento, entre cerveza y cerveza, entre historia e
historia, a alguien se le ocurrió la idea de agarrar unas calaveras para
cocerlas y ponerles una vela dentro, a modo de velador en la mesita de noche.
Teníamos las bolsas del supermercado, pero enseguida comprobamos que solo
entraban dos en cada bolsa. Decidimos ir a buscar bolsas de basura para poder
llevar algunas más… no sé si por el efecto del alcohol o por el romanticismo de
la luna que iluminaba el cementerio, se nos ocurrió que podíamos llevar unas
cuantas más e incluso venderlas.
Ese fin de semana nos fuimos a
bailar, con tan mala fortuna que, por supuesto debido al alcohol, perdimos las
llaves del Mini. Llevábamos días pensando en mover el coche, pero para cuando
conseguimos la copia de las llaves, ya era demasiado tarde. Llegamos a la Plaza
de los Soldados para mover el coche y vimos destellos azules que salían de
ésta. Oh, oh… Así que nos fuimos a cenar y, después, nos entregamos. ¿¡Así
que fuiste tú!? ¡Maldita!
Perdón, Peter. Hoy sé que no eres
tan maluco.
Ana Harding
Muy bueno este pequeño articulo..el Pechusss y sus aventuras.
ResponderEliminar¿Sabes algo de él? Me encantaría localizarlo. :)
ResponderEliminarGracias por el comentario!
Saludos.
Lo unico que se hace un mes estaba en Donosti pero creo que se iba a Valencia A CURRAR PERO NO TE LO PUEDO CONFIRMAR tu que tal tu viaje?si vienes por spain al sur avisame ok?cuidate
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