Hace poco disfruté de un viaje de fin de semana a la ciudad de La Plata. No voy a escribir sobre lo que cualquiera puede encontrar fácilmente en Internet: que si la planificación, que si las avenidas cada seis calles, que si las plazas, que si las diagonales… La Plata es ideal para aquellas personas que, como yo, tienen un pésimo sentido de la orientación y son capaces de perderse incluso en Pukekura que, según dicen, es el pueblo más pequeño del mundo con tan solo dos habitantes: el alcalde y la alcaldesa. Pero volviendo a La Plata, con su perfecto plano totalmente cuadriculado, con sus calles numeradas (en que la 5 es calle y no avenida), debo confesar que incluso allí fui capaz de perderme, aunque solo fuera por un un momento.
Llegamos a mediodía y buscamos un lugar para almorzar. Elegimos un restaurante peruano, el Machu Picchu, y comimos una ensalada y un delicioso ceviche con mariscos, aunque si hemos de ser sinceros, el pulpo fue un auténtico desafío para los maseteros. Nos instalamos en el hostel Frankville (no puedo dejar de destacar la buena onda de los encargados) y decidimos que había que rendir homenaje a uno de los mejores inventos del hombre después de la rueda: la siesta. Después de una reconfortante siesta, nos dispusimos a conocer la noche platense. Si al llegar me había parecido que la ciudad estaba un poco sucia, ahora, al amparo de la nocturnidad, esa sensación se había desvanecido totalmente. Una cena en un local de moda, un paseo disfrutando de la arquitectura de La Plata, una amena conversación… ¿qué más se puede pedir?
Al día siguiente teníamos un gran plan: el Museo de Ciencias Naturales. De camino íbamos a pasar por la Casa Curutchet, la única obra de Le Corbusier en Latinoamérica. Pasamos por delante sin verla y, después de un par de vueltas y las preguntas pertinentes a los vecinos, nos hicimos las fotos de rigor en la puerta de la casa. Proseguimos nuestro camino hasta llegar al museo.
“¿Con fotos o sin fotos?”, me preguntó la joven que vendía los tickets de entrada. Con fotos, por supuesto, pero no sabía que eso implicaba un precio diferencial. Compré mi derecho a fotos, y entramos. Olía a viejo, a millones de años encerrados ahí dentro, y así era. Fuimos a ver a la estrella: el diplodocus. Allí, al pie de aquel calco realizado en barro en 1912, me sentí pequeña. Lo miré, miré su cara, posé, como todo el mundo hace, lo volví a mirar. Quería una foto del diplodocus solo, pero la gente posaba, sonreía, tomaba fotos… De repente recordé lo difícil que me había resultado tomar una fotografía de la salamandra del Parque Güell, sin gente posando. Pero lo conseguí, una foto bastante limpia, sin modelos, solo con el protagonista: el gran dinosaurio.
En un momento quise ver el dinosaurio desde arriba. Decidí subir a la planta superior para tener una mejor visión de la envergadura del animal. Con mi cámara y mi derecho a fotos, subí a la planta alta en busca de la instantánea, pero al pasar la primera sala de la segunda planta alguien llamó mi atención. Se trataba de un hombre, estaba sentado en el extremo de uno de los bancos de la primera sala. Era alto, o al menos eso parecía, con una larga barba blanca. Su cabello también era largo, su sobretodo también era largo, sus dedos eran largos… todo él era largo. No pude evitar mirarlo y, de repente, él también me estaba mirando. Con los ojos bien abiertos me miraba con expresión divertida... y súbitamente me sentí desenmascarada. Bajé la vista y continué mi camino, pasé por delante de él y entré en la sala con los balcones sobre la del diplodocus. Con disimulo me di la vuelta para mirar a aquel largo hombre que tanto había llamado mi atención, pero ya no estaba. En su lugar se encontraba una familia que había decidido tomar un descanso antes de empezar con la segunda planta del museo. Recorrí la sala con la mirada. Ni rastro. Volví sobre mis pasos; tampoco pude encontrarlo. Me apresuré a recorrer la segunda planta en busca del misterioso hombre, pero no lo encontré. No cabía duda… ¡era un fantasma, el fantasma del Museo de Ciencias!
Bajé a la planta principal preguntándome que había sido de aquel señor. Mi parte racional se negaba a creer que pudiera ser un fantasma, pero el ambiente me seducía y no me dejaba lugar a otra posibilidad. “No puede ser”, me dije una vez más y decidí subir nuevamente para comprobar (o refutar) la fantasmagórica teoría. Entré en la primera sala, la recorrí con la mirada… nada. Después la segunda… tampoco estaba allí. Por fin en la tercera lo vi, caminando tranquilo, recorriendo el museo como cualquier otro visitante, entre el chimpancé y el homínido… allí estaba: él, tan largo. Tenía que sacarle una foto para comprobar que no era un fantasma...
Supongo que mi parte científica se sintió satisfecha. ¡Ah!, una explicación racional, solo era un señor, no hay nada de extraño o sobrenatural. Pero debo confesar que mi parte romántica se sintió un poco decepcionada. Sonaba tan lindo eso del fantasma en el museo de ciencias…
Ana Harding
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