No recuerdo demasiado de mi primera maestra, solo su nombre de pila y que gracias a ella aprendí a decir chauve-souris antes que “murciélago”. Tampoco recuerdo demasiado de la segunda… su apellido y que era bajita. De la tercera no puedo decir mucho más, que llevaba su pelo rubio a lo garçon y que se llamaba Danielle. Pero recuerdo perfectamente a la cuarta, LA maestra.
Fue la única maestra que tuvimos dos años seguidos, pero no es por eso que la recuerdo especialmente. Tuve la fortuna de cursar segundo y tercero de primaria con ella. Con ella tuvimos las primeras lecciones de educación sexual; se dice, se comenta se rumorea que tuvo algún problemita a causa de esto… no recuerdo dónde lo escuché. Con ella cantábamos mientras tocaba la guitarra, con ella teníamos una biblioteca al fondo de la clase, con ella criamos gusanos de seda y pegamos guisantes en un cuaderno, recolectamos hojas secas y observamos a los ciervos y a los patos en alguna de las numerosas excursiones que realizamos. Y con ella hicimos nuestras primeras publicaciones…
Se trataba de una revista mensual, si es que podía llamarse revista a aquellos folios plegados por la mitad. Durante el mes hacíamos nuestros deberes de redacción y pasábamos a leer delante de nuestros compañeritos las líneas que tanto nos había costado escribir. Después votábamos la que más nos gustaba, y supongo que la maestra las mecanografiaba antes de pasar a formar parte de nuestra publicación. La portada solía ser una ilustración que después nosotros coloreábamos antes de vender a nuestros allegados (entiéndase padres, que serían probablemente los únicos dispuestos a pagar nuestros pinitos literarios).
Yo adoraba nuestra publicación, tanto que esperaba con ansiedad el día del mes en que nuestra maestra aparecía con la revista debajo del brazo. Mi hermano había pasado también dos años con ella, y yo acumulaba como un tesoro todas sus revistas, además de las mías. Poco a poco las fui leyendo todas… Recuerdo especialmente uno de los escritos de la última revista del curso de mi hermano, y lo recuerdo especialmente porque no había sido escrito por ningún alumno, sino por ella…
Leí su texto, con cuidado, lentamente, entendiendo cada palabra, absorbiendo el significado. Lo que ella dijera tenía que ser importante… no podía ser de otra manera. “Y todos estos chicos que han pasado conmigo dos años de sus vidas, un día me los cruzaré por el pasillo sin que me miren siquiera, y ninguno de ellos se parará para decir ‘Bonjour, Madame!’ mientras bajan la escalera…”, leía mientras las lágrimas resbalaban por mis mejillas. Creo que fue la primera vez en mi vida que lloré al leer, intuyendo el sufrimiento de la maestra al separarse de sus segundos hijos, porque si las maestras son segundas madres cuando somos niños, supongo que nosotros para ellas somos segundos hijos… En ese momento supe que la saludaría cada día de mi vida.
Pasé unos cuantos años más en ese colegio. La saludaba, la saludaba cada día, conscientemente, si bajaba por las escaleras a la hora del recreo y me la cruzaba, nunca dejaba de decirle “Bonjour, Madame!”. La saludaba, y recordaba su escrito y no podía hacer otra cosa que saludarla cada día que pasé en ese colegio. Cada tanto leía el último escrito de aquella revista… y cada vez volvía a lloriquear, así que seguía saludando.
Me fui de aquel colegio, viví en otro país. En algún momento volví, pasaron más años. Un día trabajando en la frutería en la que trabajé atada a horarios durante un periodo que ahora se me antoja demasiado largo, la vi. Entró a comprar, ella. Allí estaba, tantos años después, la persona que me había marcado tanto durante mi infancia. “¡Miren!”, exclamé, me salió de adentro con gran júbilo y sorpresa. Entendí que había pasado mucho tiempo, quizá veinte años. Ella estaba muy parecida, alguna arruguita más, seguramente de amor, pero casi igual. Me miró tratando de descifrar quién era yo… “Ana… Ana Harding —no pareció reconocerme—. Fuiste mi profesora durante dos años. También de mi hermano, Germán”, debían ser datos suficientes, el colegio era pequeño y éramos pocos; además, por aquel entonces debíamos ser casi los únicos inmigrantes en la ciudad. No dio muestras de reconocerme… me miró con atención, primero con grandes ojos y después entornándolos. “Lo siento…”, me dijo. Pagó su compra y se fue.
Sentí una cierta decepción... “Bonjour, Madame!”, nunca dejaría de saludarla, por lo que me marcó cuando era tan pequeña, por ser la persona que escribió el primer texto que consiguió hacerme emocionar, por tocar la guitarra mientas nosotros cantábamos, por los gusanos de seda y los guisantes en los cuadernos… y por nuestras primeras publicaciones.
Ana Harding
Ana harding me has hecho llorar....... y eso que esa profesora no la compartimos....
ResponderEliminarNo era mi intención hacer llorar a nadie, Rakel. ¿Será que tú también, entre todas las demás, tuviste una a la que hoy llamas LA maestra? Un abrazo. :)
ResponderEliminarPuedes hacerme llorar cuando quieras...... sobre todo si lo haces así tan bonito.... muxu
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