No
dejaba de preguntarme qué tendría un pedazo de hielo (por muy grande que fuera)
para que todo el mundo repitiese la misma sentencia: “¡¡Fue lo mejor que vi en
el sur!!”. Así, con doble exclamación. Todo aquel a quien preguntaba si realmente
merecía la pena ir hasta El Calafate solo para ver… un gran pedazo de hielo, me
repetía lo mismo: “Sí, tienes que ir”. “Okay, iré entonces”. Siempre intento no
ver fotos de los lugares que voy a visitar, ya que, según mi experiencia, crearse
expectativas acerca de algo termina irremediablemente en decepción. Sin embargo,
es imposible llegar a El Calafate sin haber visto una foto del Perito Moreno al
menos una vez en la vida.
Aparte del Parque Nacional, no hay mucho más que ver en El Calafate. Puedo decir que
tiene su encanto caminar por sus calles y que, por supuesto, hay que ir a pasar
una tarde a la laguna. El agua ejerce un poderoso atractivo sobre mí, si está
cerca, debo ir.
El
día que iba a ir al glaciar amaneció nublado, muy nublado. Subí al bus y me
dispuse a dar un paseíto hasta el parque. Después de la obligada parada para
los tickets (eterna, como siempre), recién empecé a prestar atención. Seguimos
por la carretera hasta que después de una curva, allí estaba, majestuoso, el “pedazo
de hielo”. La gente se removió en sus asientos y se escuchó elevarse una exclamación: “¡WOW!”, pero todos ellos ya habían dejado de existir para mí. Allí solo
había hielo; solo estábamos el Perito y yo. Inmediatamente me di cuenta de mi falta de
respeto: se me cerró la garganta y noté que las lágrimas querían llegar a mis
ojos. Pestañeé un par de veces… Solo recuerdo dos ocasiones en el pasado en que
me había sucedido lo mismo: ante la Alhambra de Granada y en la Garganta del
Diablo en Cataratas de Iguazú.
Si
verlo por primera vez resulta abrumador, estar cerca es una experiencia indescriptible:
el hielo da calor. Sí, calor al alma, un calor que solo se puede sentir ante
las grandezas que nos brinda el planeta, cuando los ojos se llenan de la
belleza que siempre estuvo allí. No puedo evitar preguntarme a cuánta gente habrá
visto el Perito, cuántos hemos sido los que nos hemos acercado y, en algún momento,
al contemplar su grandeza, hemos comprendido lo pequeños que somos.
Trozos
de hielo se desprendían y con cada estruendo, con cada caída, pensaba que el
glaciar hablaba. Intenté comprender su lenguaje, pero se trataba de un idioma
demasiado antiguo, un idioma fuera de mi alcance. ¿Se lamentaba o se sentía
aliviado? Un nuevo trozo caía y, con cada nuevo estruendo, algo se estremecía
dentro de mí… Se abrió el cielo antes de que me fuera, allí estaba y se
mostraba, enorme, imponente… el hielo azul que calienta el alma.
Días
después tendría la oportunidad de volver. Sin embargo, no lo haría: no iba volver a sentir y compartir la abrumadora y única experiencia de ver el Perito Moreno por
primera vez…
Ana Harding
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