Miré hacia abajo sin
poder creer que hubiera accedido a que me metieran en aquel vestido. Era verde
esmeralda, sin mangas, con cuello recto; diminutos volantitos verticales
llegaban hasta la cintura, desde donde caía, bastante recto, el espantoso
vestido que me llegaba hasta la mitad de mi pequeña pantorrilla de diez años de
edad. Unos zapatitos verdes champán, con un brillo terriblemente hortera, cuyas
puntas se enfrentaban debido a mi desganada pose chueca, eran el broche de oro
a lo que hasta aquel momento más se aproximaba al concepto que yo tenía de la
ridiculez. Muchos años después, mi hermana me diría que el vestido era hermoso
y que me quedaba muy bien, y yo la miraría con el mismo gesto torcido que había
tenido en aquel momento. Me miré mientras me preguntaba: “¿Quién es esta del
vestido? ¿Quién se ha metido en mi cuerpo?”.
Debí negarme, no sé por
qué no lo hice. Mi abuela y dos semidesconocidos me acompañaban, debo suponer
que estaban contentos, contentos por mí porque, siempre dentro del universo de
la suposición, este era un día muy importante en mi vida. Debí negarme… aún no
sé por qué no lo hice, probablemente por no contrariar a la abuela. Cualquiera
se atrevía a enfrentarse a la vieja…
Entramos en la iglesia,
la abuela, los dos semiconocidos ahora, representantes de mis padrinos, y yo.
La iglesia estaba vacía, el señor cura nos esperaba, la ceremonia fue breve: el
sacerdote me habló, me bautizó con la mano en lugar de hacerlo con la concha
que se suele usar para bautizar a los bebés. Creo que la única que no se sentía
dichosa por mi recién adquirida cristiandad era yo. Me miré nuevamente, vi el
vestido… y los zapatos: ¿qué hago yo aquí? Creo que mi abuela estaba contenta.
Creo que los conocidos estaban contentos; nunca más los volví a ver.
No tuve fiesta ni
regalos. Me alegré de que así fuera. Solo quería quitarme el vestido…
Ese mismo año, unos
meses después, muy lejos de allí, me encontré metida en un uniforme escolar, el
primero que usaba en mi vida. Formando en un recinto junto con un montón de
gente semidesconocida, miraba las hileras de uniformes. Orgullosos y pulcros
uniformes bien alineados y, quizás, alienados. Alguien leía algo, no recuerdo
qué. Yo me miraba con un gesto torcido la falda azul marino y las medias
azules, los zapatos negros, mientras me preguntaba: “¿Quién es esta del
uniforme? ¿Quién se ha metido en mi cuerpo?”.
Cantamos el himno; o
mejor dicho, cantaron el himno, porque yo no me lo sabía. Después cantamos el
himno a la bandera; o mejor dicho, lo cantaron. Todos proclamamos al unísono:
“¡Sí, juro!”. Muchos se sintieron orgullosos, y yo me sentí ridícula por mi
recién adquirido patriotismo. Los padres abrazaron a sus hijos, y yo me fui a
mi casa, arrastrando los pies. Por lo menos me dieron un certificado…
Ana Harding
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