martes, 26 de junio de 2012

¿Quién se ha metido en mi cuerpo?


Miré hacia abajo sin poder creer que hubiera accedido a que me metieran en aquel vestido. Era verde esmeralda, sin mangas, con cuello recto; diminutos volantitos verticales llegaban hasta la cintura, desde donde caía, bastante recto, el espantoso vestido que me llegaba hasta la mitad de mi pequeña pantorrilla de diez años de edad. Unos zapatitos verdes champán, con un brillo terriblemente hortera, cuyas puntas se enfrentaban debido a mi desganada pose chueca, eran el broche de oro a lo que hasta aquel momento más se aproximaba al concepto que yo tenía de la ridiculez. Muchos años después, mi hermana me diría que el vestido era hermoso y que me quedaba muy bien, y yo la miraría con el mismo gesto torcido que había tenido en aquel momento. Me miré mientras me preguntaba: “¿Quién es esta del vestido? ¿Quién se ha metido en mi cuerpo?”.


Debí negarme, no sé por qué no lo hice. Mi abuela y dos semidesconocidos me acompañaban, debo suponer que estaban contentos, contentos por mí porque, siempre dentro del universo de la suposición, este era un día muy importante en mi vida. Debí negarme… aún no sé por qué no lo hice, probablemente por no contrariar a la abuela. Cualquiera se atrevía a enfrentarse a la vieja…



Entramos en la iglesia, la abuela, los dos semiconocidos ahora, representantes de mis padrinos, y yo. La iglesia estaba vacía, el señor cura nos esperaba, la ceremonia fue breve: el sacerdote me habló, me bautizó con la mano en lugar de hacerlo con la concha que se suele usar para bautizar a los bebés. Creo que la única que no se sentía dichosa por mi recién adquirida cristiandad era yo. Me miré nuevamente, vi el vestido… y los zapatos: ¿qué hago yo aquí? Creo que mi abuela estaba contenta. Creo que los conocidos estaban contentos; nunca más los volví a ver.

No tuve fiesta ni regalos. Me alegré de que así fuera. Solo quería quitarme el vestido…

Ese mismo año, unos meses después, muy lejos de allí, me encontré metida en un uniforme escolar, el primero que usaba en mi vida. Formando en un recinto junto con un montón de gente semidesconocida, miraba las hileras de uniformes. Orgullosos y pulcros uniformes bien alineados y, quizás, alienados. Alguien leía algo, no recuerdo qué. Yo me miraba con un gesto torcido la falda azul marino y las medias azules, los zapatos negros, mientras me preguntaba: “¿Quién es esta del uniforme? ¿Quién se ha metido en mi cuerpo?”.

Cantamos el himno; o mejor dicho, cantaron el himno, porque yo no me lo sabía. Después cantamos el himno a la bandera; o mejor dicho, lo cantaron. Todos proclamamos al unísono: “¡Sí, juro!”. Muchos se sintieron orgullosos, y yo me sentí ridícula por mi recién adquirido patriotismo. Los padres abrazaron a sus hijos, y yo me fui a mi casa, arrastrando los pies. Por lo menos me dieron un certificado…

Ana Harding

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