Miré hacia abajo sin
poder creer que hubiera accedido a que me metieran en aquel vestido. Era verde
esmeralda, sin mangas, con cuello recto; diminutos volantitos verticales
llegaban hasta la cintura, desde donde caía, bastante recto, el espantoso
vestido que me llegaba hasta la mitad de mi pequeña pantorrilla de diez años de
edad. Unos zapatitos verdes champán, con un brillo terriblemente hortera, cuyas
puntas se enfrentaban debido a mi desganada pose chueca, eran el broche de oro
a lo que hasta aquel momento más se aproximaba al concepto que yo tenía de la
ridiculez. Muchos años después, mi hermana me diría que el vestido era hermoso
y que me quedaba muy bien, y yo la miraría con el mismo gesto torcido que había
tenido en aquel momento. Me miré mientras me preguntaba: “¿Quién es esta del
vestido? ¿Quién se ha metido en mi cuerpo?”.